portada EULOGIO, A LA PEDANTERÍA

EULOGIO, A LA PEDANTERÍA

Uno de los comportamientos menos soportable de los seres humanos es la pedantería. La pedante, o el pedante —a lo largo de este texto el personaje principal podría ser en todo momento, mujer u hombre— se gana a pulso el desdén de las personas de amplia trayectoria, cultas y versadas. Y sí, consigue el respeto, incluso admiración, de aquellos que carecen de la capacidad, perspicacia o experiencia necesaria que les permita ser conscientes de la imbecilidad recalcitrante de la puesta en escena de los susodichos. 
Eulogio puede ser un ingeniero, un piloto de líneas aéreas, un director de banco, un profesor, un barrendero, un jardinero o un taxista que tiene afición por las artes. Dada la condición literaria de la presente sátira, más concretamente lo que a Eulogio le gusta es escribir relatos y poemas. 
Pero antes de introducirnos en las características de Eulogio vamos a profundizar en el significado y etimología de tan antiestético término. Aseguro que se trata de un personaje inventado, no fuera que se diese por aludido alguien con ese nombre. No lo quiera Dios; que yo recuerde, no he conocido a nadie que se llame así en los círculos culturales que frecuento. 
Si acudimos al latín, el nominativo «pes», el genitivo «pedis» y el acusativo «pedem» hacen más alusión a la palabra pie, que ha podido llegar a nuestros días en unidades léxicas con significado fijo y categoría gramatical, como peaje, peatón, cuadrúpedo, etc. La lengua italiana fue la primera en adoptar la palabra pedante, pero lo hizo para referirse a los tutores que transmitían enseñanzas a domicilio a niños y niñas, en una deformación del latín paedagogus, y del griego, paidagogo. Pero cuando nace en el italiano medieval se refiere a un peatón; alguien que camina, utiliza los pies para desplazarse y, eso sí, es maestro ambulante o instructor en las casas ajenas para menores con escasos recursos y conocimientos. En el s. XVI el vocablo es adquirido también por el español y el francés. Y es, precisamente en Francia, donde a mediados del mismo siglo comienza a utilizarse con el significado de preceptor, pero con el matiz de que dicho maestro aburría con la ostentación de su saber. Más tarde, en España, en el s. XVIII, empieza a tener una acepción muy próxima a la actual. 
La Real Academia Española define «pedante» refiriéndose a una persona engreída y que hace inoportuno y vano alarde de erudición, téngala o no en realidad. Es decir, podemos estar hablando de alguien de máxima capacidad intelectual, una persona poseedora de una erudición digna del mayor encomio, o de un botarate con necesidad de llamar la atención. Pero que, en ambos casos, por el modo ostentoso de trasladar a los demás sus dotes, se convierte en vanidoso, fatuo, presumido, petulante y jactancioso. En resumen, un tipo insoportable, incómodo de aguantar. Vamos, de los que la abuela decía: «yo no soy antisocial, yo soy anti estúpidos».
Y es que, en realidad, ya de por sí el adjetivo pedante comparte raíz con sustantivos y calificativos de fea fonética: pedo, pederastia, pedofilia, pedal (en la acepción de borrachera), pedazo (forma vulgar de describir una porción), pedorro, pedrada… Así que, «el palabro» pedante encaja perfectamente, por malsonante, con el estereotipo de persona que se está describiendo.
El pedante añade en algunos casos otra característica que multiplica la repulsión que produce tal actitud: la falsa modestia. Ahí sí que se eleva el nivel de rechazo que producen dichos actores de pacotilla. 
La falsa modestia es una cualidad muy negativa; se nota a la legua que la persona se está restando méritos, cuando lo que siente de ella misma es todo lo contrario a lo que expresa. Tiene mucho que ver con un «ego» superlativo, con una valoración propia excesiva. Freud trató mucho de ello en sus teorías de psicoanálisis. Es una visión personal que parte parcialmente del consciente y media entre los instintos del ello, los ideales del superego y la realidad social en la que se desenvuelve el individuo. Pero el pedante de turno no se conforma con la valoración particular que realicen de él los demás; quiere suscitar la rendición incondicional a su talento y arte, que le hagan la «ola», aunque con falsa modestia utilice un tono lastimero, conformista y de inferioridad: —¡En realidad, estoy aprendiendo! ¡Estoy muy lejos de los grandes! ¡Lo que hago no tiene mucha importancia!... 
«¡Porca miseria!» 
Eulogio, el Eulogio de turno, es así hoy en día. Comenzó de joven su afición a escribir poemas. Sobre todo, de amor. Era la época en la que se escribían cartas y se enviaban por correo postal. Algo precioso que muchos enamorados de entonces aún conservan. En estos tiempos parece algo ancestral ante la llegada de las nuevas tecnologías, pero las cartas existieron hasta no hace tanto. Y en ellas, el protagonista declaraba sus sentimientos más íntimos en prosa y en verso a su idolatrada María. Se le daba bastante bien; era un conquistador con las letras. Bastante «moña», y con rima facilona, pero galán y estirado de los pies a la cabeza. 
Pasaron los años y de pronto, a Eulogio le apeteció publicar un libro de poemas. —¿Por qué no? —se dijo.  — Me gusta lo que escribo, mi mujer dice que es precioso y Carmen, mi hermana, me pide que se lo mande por WhatsApp de tanto que la hace disfrutar leerme. Además, al hablar con una editorial aceptaron el trabajo enseguida. Ellos corrían con todos los gastos. El autor solo tenía que comprometerse a vender 60 ejemplares en las presentaciones del primer mes, al precio venta al público de 15 euros, importe íntegro para la editorial o responder personalmente al montante de dichas ventas en el caso de no alcanzarlas. Muy fácil para el escritor deseoso de ver su libro publicado, convencido de que le editan gratis su libro cuando en realidad lo va a pagar él en un plazo muy breve, y para poder hacerse famoso en cuatro días. Así vio la luz el primero de los libros de poesía de Eulogio; y el segundo; y el tercero…
Empezó a acudir a recitales de poesía en bares y centros culturales, y se introdujo en grupos de escritores que compartían la misma afición. ¡Cuántas palmadas en la espalda recibió en un par de años! ¡Qué fenómeno! Él se sentía el «puto amo».
Vender, vender… no es que se vendieran muchos ejemplares en esas ágoras. Pero los aplausos llenaban de entusiasmo al vate. Día a día, recital a recital, a Eulogio se le desplegaban cada vez más las plumas de pavo real y el pecho se ensanchaba en cada inspiración… hasta hacer saltar algún botón de la elegante camisa utilizada para tal ocasión. 
Quiso la naturaleza dotar a Eulogio, además, de una figura apolínea. ¡Válgame, Dios! Un pedante, que hace gala de falsa modestia, que tiene un tipazo que hace las delicias de otros poetas de diferente sexo y que se viste con gusto y elegancia en cada recital de poesía. Y que conquista, y que se deja querer, con bonita sonrisa, y una caída de ojos seductora… vaya, además, que «hace la pelota» a los compañeros regalándoles los oídos con toda clase de «eulogios», perdón, elogios —en qué estaría yo pensando— y que con palabras pretenciosas para los demás intenta ganar votos para su causa. —«si yo les cuento milongas de sus textos, que son tan inferiores a los míos, cuando yo recite los tendré rendidos a mis pies por siempre» —piensa el «gato con botas». 
«No hay manera de digerir al pedante». 
«¡Rien ne va plus!
 El pedante puede recibir también premios literarios por su calidad o por conveniencia de los organizadores del certamen, pero esto no hace más que alimentar y justificar para el poseedor de tan detestable característica el alarde de presunción. Alcanza el cénit cuando se convence de que, hasta sus «pedos», huelen a lavanda. 
La rendición es total. Nunca nadie dice al pedante lo que piensa de él. Que lo es; que resulta insoportable hasta límites de preferir abandonar la sala cuando recita o dar una cabezada hasta que termine. Que cuando sale al estrado, el auditorio pone el semblante de: ¡otra vez!, ¡no lo soporto! Pero ninguna persona se decide o se atreve a poner el «cascabel al gato». Siguen las sonrisas y las palmadas. Y Eulogio llega a estar tan henchido de gloria… que pareciera va a explotar en mil pedazos de olor fétido.
¡Señor! ¡Señor! Pues sí, pues sí…
En fin, para ir concluyendo, de los lectores de esta sátira, ¿alguno puede decir que no conoce a un o una pedante en el mundo de la literatura?
Sacad vuestras conclusiones, no debo incidir más en la materia. Pues trasladar mi sentir al escribir estas líneas pensando que soy docto en el tema y exento de caer en la tentación de la autocomplacencia me sitúa en el abismo de, justo aquello, que tanto me irrita: «la pedantería».
Luis María Compés
22 Agosto 2022

Luis María Compés Rebato
Luis María Compés Rebato

Diplomado en turismo, dedico en la actualidad mi actividad entorno a la cultura y, especialmente, a la literatura. Escritor, librero, gestor cultural y editor.

Comentarios

  • 2022-10-04

    Hola!!, me encanta tu forma de realizar el contenido, el mundo necesita mas gente como tu

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