¿Dónde está la diferencia?

Julia de Castro Álvarez - Junio 2023

 

En ocasiones, cada vez menos distantes en el tiempo, siento que algo no está bien. Las leyes que rigen esta vida nuestra no quieren dar la razón al sentido común, ni a la lógica, ni muchos menos, a la justicia. No me refiero aquí a las leyes escritas, a las legislaciones nacionales o internacionales a toda esa maraña de párrafos farragosos y siempre interpretables que sesudos personajes elaboran para dar un marco de convivencia a las sociedades.

Estoy pensando en esas otras normas que debimos aprender poco a poco y, desde el nacimiento, en nuestros hogares; mamando ejemplos vivos de nuestros padres y abuelos; profundizando mediante el juego con los iguales; poniéndolo en práctica en nuestros colegios e institutos de la mano de los maestros que pasan por nuestros años de formación y educación. Las pautas que establecen un camino cotidiano que andar para convertirnos en seres más justos, más tolerantes, más generosos, más empáticos, más solidarios, menos egoístas, menos hipócritas, menos retorcidos, menos corruptos. Más sociales en definitiva. Los preceptos que, en esto al menos todos parecemos coincidir, consiguen sociedades avanzadas que se miran más en las personas que en los medios. Los que, nos gusta pensar a los ciudadanos del primer mundo, nos diferencian de esas zonas, cada vez menos remotas, en las que la vida no tiene ningún valor y lo mismo se arranca de un machetazo o un balazo que se transforma en insoportable a través de violaciones, esclavitud, miseria y dolor. Todo vale por conseguir el poder, la tierra, los recursos o el dinero. Al fin son todas formas de poder, instrumentos para mantener a unos agachados, asustados y miserables mientras otros los pisan con botas de hierro para subir más alto, llegar más lejos.

Cada vez más a menudo me asalta la idea de que nada cambia ni siquiera en los países que llamamos democráticos donde nos han hecho creer que todos somos iguales y valemos lo mismo: un hombre, un voto. Esa entelequia que nos hemos querido creer con el tambaleante estado de bienestar. Si hay esfuerzo, si hay tesón, si lo intentas puedes llegar a alcanzar cualquier meta.

Hemos interiorizado el mantra porque la esperanza es lo último que se pierde y, muchos de nosotros se lo hemos trasmitido a nuestros hijos convirtiéndolo en la base de nuestras vidas y de las suyas. Una verdad incuestionable tanto como el sol alumbrando nuestros días o la lluvia regando nuestros campos. Y, cuando esa certeza se resquebraja el suelo cede bajo nuestros pies y nos deja solos en un secarral donde la lluvia no moja el terreno, desorientados y confundidos. Esa es la sensación que me embarga cada vez más a menudo.

Estos días estamos siendo bombardeados desde todos los medios de comunicación sin excepción con la terrible desaparición de un pequeño submarino experimental, el Titán, perdido en el Atlántico Norte en las costas de Terranova cuando realizaba una “excursión” para visitar los restos del Titanic hundido en 1912.

Nos van informando, minuto a minuto, del oxígeno que les queda a sus cinco pasajeros; de la dificultad de encontrar el artilugio a casi cuatro mil metros de profundidad; de la complejidad de rescatarlo de esos fondos fríos y oscuros para subirlo a la superficie, llevarlo a una plataforma y abrir el aparato para permitir la salida de sus tripulantes.

Sabemos que hay multitud de recursos puestos en marcha para esta tarea. Solo el Gobierno de Canadá ha enviado: un Boeing equipado con la tecnología más avanzada para detección de objetos sumergidos. Un Lockheed de vigilancia marítima sobrevuela sin cesar el área. Y otros cinco barcos, entre ellos, un rompehielos y un buque equipado con robots submarinos. Estado Unidos, tres aviones militares y diez helicópteros que peinan sin cesar la zona, además de diversas embarcaciones. Se ha desplazado al punto en que se supone desapareció el Titán un barco comercial privado con drones acuáticos. Ya está en camino el buque francés Atalante equipado con el submarino Nautile capaz de sumergirse hasta seis mil metros de profundidad y que transporta el robot submarino Víctor 6000 que se puede operar desde el barco para trabajar en labores de captura y traslado a la superficie de sumergibles. Todo es poco para intentar rescatar con vida a cinco personas que están viviendo una situación terrible. Nada es demasiado para salvar vidas humanas.

Entonces ¿qué pasa con los miles de inmigrantes que, obligados por el hambre, las guerras y las persecuciones en sus países, tienen que dejarlo todo y embarcarse en cascarones que les facilitan, por precios astronómicos, piratas sin escrúpulos para huir del horror? ¿Dónde está la diferencia entre el rescate del Titán y la dejadez y desidia que estamos presenciando en el mediterráneo o en las costas próximas a las islas Canarias?

¿Qué cambió en el caso de las alertas lanzadas y atendidas con bastante poca celeridad por el barco recientemente naufragado en las costas griegas? La nave, no apta para la excesiva carga que soportaba, no estaba sumergida a cuatro mil metros, ni eran necesarios medios altamente sofisticados para encontrarla. Aun así las autoridades de países desarrollados la dejaron naufragar. Los abandonamos a su suerte igual que hemos hechos más recientemente en aguas entre Marruecos y Canarias. ¿Dónde radica la diferencia entre ambos casos? ¿Cómo se determina poner todos los recursos en marcha para intentar rescatar a cinco personas o dejar morir a cientos de ellas?

Y ahora solo otro ejemplo para ilustrar esta loca idea mía de que algo no va bien. Este mucho menos trascendental pero que muestra bien a las claras lo que desde el inicio intento explicar.

Pongamos a cualquiera de nuestros jóvenes que se han esforzado durante años por terminar unos estudios que sus padres han pagado con sacrificio y alegría. Jóvenes de valía con formación profesional o estudios universitarios, idiomas e incluso preparación en el extranjero.

Estos chicos y chicas, sobradamente preparados, se enfrentan en su vida laboral a encadenar contratos de becario en los que trabajan prácticamente gratis y, después de años de demostrar su valía por sueldos de miseria, se encuentran con más de treinta años y sin proyecto de vida que llevarse a la boca.

¿Qué diferencia a estos jóvenes que tan bien conocemos de un tal Froilán que ha sido contratado por ADNOC, la petrolera nacional de Emiratos Árabes y cuarta en el ranquin mundial, por un suelo, según dicen las malas lenguas, de seis mil euros al mes?

¿Alguien sabe qué están haciendo mal nuestros jóvenes para no tener acceso a una vivienda después de años de esfuerzo, estudio y empleos precarios mientras, este buen señor, del que no conozco en profundidad el currículo formativo, ha conseguido hacerse con un trabajito que, además de un sueldo de órdago le permite vivir en un apartamento facilitado por la petrolera y por el que se pagan unos cuarenta mil euros al año?

No hay mucho más que decir. La ilusión de un mundo donde las cosas funcionan con sentido común: una vida vale igual que otra y el que se esfuerza y lo merece sale adelante, se me va a la porra.

Pensado en esto se me viene a la cabeza la edad media, los ricos y poderosos perpetuaban su estatus exprimiendo a la población. En la actualidad, lo único que ha cambiado es que han conseguido convencernos de que hay posibilidades, de que se puede conseguir, de que otra forma de vida más justa y equitativa es posible, mientras los mismos se siguen perpetuando en las esferas de poder y toma de decisiones. Ya no llevan armaduras ni cabalgan sobre caballos pero ¿alguno de vosotros sabe dónde está la diferencia?

 ©JdeC

 

 #Juliadecastroopinión

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#inmigración

 

 

Julia de Castro Álvarez
Julia de Castro Álvarez

Nacida en Madrid es Graduada en Educación Social y ferroviaria. Apasionada de la literatura y el trabajo de voluntariado en barrios desfavorecidos del sur de Madrid. Colabora con la Asociación de Ocio y Tiempo Libre “Halcones de la Amistad” para dinamizar la vida cultural y el entramado social de estos barrios. Es miembro y fundadora del grupo de artistas, Rincón del Arte y de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional.

En 2012 coordina la publicación del libro de relatos para niños “Los hijos de la isla”, y en 2013 el poemario “Oigo susurrar a las hojas”, obras escritas con fines solidarios en colaboración con otros autores. En 2016 aparece su primer libro en solitario, “Escrito en femenino singular”, libro de poemas y relatos con la mujer como protagonista e hilo conductor. En 2019 publica la novela “La caja egipcia”, un viaje en el tiempo y el espacio en busca de las razones que llevaron a Teresa tan lejos de su tierra. La última publicación, por el momento, es un libro de relatos, La estupidez de creerse a salvo que pone sobre la mesa la sinrazón de creernos invulnerables ante las circunstancias de la vida.

En 2014 obtuvo el Primer premio en el I Certamen literario “Rincón del Arte – Haiku San” en su modalidad de poesía.

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